La mirada de un cincuentón

Cuando joven tenía tan buena vista que no se me iba detalle. Sin embargo, ahora que soy un cincuentón, no puedo enhebrar una aguja, ni leer el diario, ni tampoco entender las instrucciones de una etiqueta si no me hago ayudar por los anteojos. Sin ellos tengo que esforzarme y fruncir los párpados hasta casi cerrarlos para adivinar en la pantalla del celular quién me está llamando.

Esto, como muchas otras cosas, puede ser tomado como un deterioro propio de la edad. Y, ciertamente, lo es. Pero también es un signo de algo más profundo y positivo. Cuando se es joven y sobra el tiempo, la salud y la buena vista, las imperfecciones de la vida propias o ajenas adquieren mucha importancia, casi se vive pendiente de ellas. Los jóvenes sufren por estas fallas o defectos que detectan de inmediato, pues ven la vida a través de la lupa de su juventud, en la cual todo se les agranda. Les cuesta mucho no quedarse pegados en los detalles.

Como en muchas cosas, en esto también la vida es sabia. Sin advertirlo tal vez, a medida que vamos envejeciendo nos vamos humanizando y comienzan a borrarse los detalles en la memoria y sólo nos quedamos con lo importante. El desgaste de los años pule las aristas y hace que la mirada se vaya centrando en las cosas sustanciales, distinguiendo los trazos más profundos de la existencia. Y en ellos, hasta las imperfecciones adquieren sentido. A partir de los acontecimientos cotidianos, uno es capaz de leer el conjunto. No quedarse pegado en el detalle de la baldosita, sino ver el mosaico completo, la perspectiva que, englobándolo todo, le da sentido a lo puntual. En la mirada de un ser humano maduro, es la vida la que resalta más que sus rayones o saltaduras.

Cada vez nos vamos haciendo menos autosuficientes. Necesitamos más de los ayuda memoria, de los remedios y de los otros. Así como aprendemos a depender de los anteojos, aprendemos también a ir dependiendo de los demás. Vamos más lentos, pero ya no vamos solos. Tal vez por esto, a esta edad se esté más propenso a perdonarse a uno mismo y a perdonar a los demás. Se es más indulgente con las pequeñeces y se aprecia más lo fundamental.

Antes, observábamos la realidad tal cual se nos presentaba, éramos nosotros, nuestros ojos, los que se adaptaban a ella. Pero ya no es así. Ahora, la realidad se nos presenta con sus contornos difusos. Debemos buscar el acomodo entre nuestros ojos y los objetos, tratando de encontrar en la distancia adecuada el equilibrio que nos permita ver bien. De la misma forma vamos aprendiendo que la doctrina no la podemos aplicar a rajatabla. Debemos conocer sus contornos muy bien para que, sabiamente, encontremos el ajuste, el resquicio necesario para que en nuestra historia y nuestra humanidad alcancemos la luz.

Ya no nos sirven mucho nuestros ojos para ver bien, sino que tendremos que complementarlos con nuestra experiencia. Ahora será ella la que les enseñará a los ojos a mirar, a ver más allá. Mientras más experiencia de vida tengamos, mientras más humanidad acumulemos, más capaces seremos de ver mejor, de fijarnos en lo esencial. Cada vez veremos menos con los ojos del cuerpo y cada vez más con el corazón y con el alma. Ahora “veo” por qué Cervantes, siendo un cincuentón, pudo enseñarnos a percibir el mundo con la mirada del Quijote.

Felipe Berríos

Columna revista El Sábado/diario El mercurio

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